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Zona Centro: Hospital San Juan de Dios (III)

Fuentes: Elaboración Propia



Es quizás la mano abierta de Juan de Dios, la primera que se extiende sin selección racial, sin separaciones nacionalistas, en el credo de una futura enfermería.
A su hospital llegan, sin que nadie pregunte su procedencia, enfermos cristianos, moriscos, judíos conversos o no. Lo mismo es, porque a los ojos de Dios no hay distinciones de ningun tipo.
Las gentes que proceden del pueblo vencido tendrán, en un principio, el recelo de los humillados reiteradamente, pero pronto se entregarán sin reservas ante la mirada limpia, la sonrisa, inocente y las manos abiertas, y limpias de rencores, de Juan de Dios.
Juan de Dios que no rechazará los conocimientos médicos del pueblo vencido, porque cualquier medio es bueno para curar en nombre de su Señor, tiene una visión ilimitada de su obligación para los enfermos.
Más tarde llegará un jesuita morisco, el Padre Juan de Albotodo, que seguirá el camino de Juan de Dios, estableciendo un hospital en el Albayzín. Es un personaje de la historia hospitalaria granadina al que no se le ha hecho la justicia debida. Mal visto por unos y por otros. Para unos por haber renunciado a la religión de los de su raza, mientras que para otros será sospechoso por su procedencia étnica.

El Maristán u Hospital de los locos, el Hospital de la Tiña, el Hospital de la Misericordia, el Hospital del Corpus Christi, el Hospital Real, el de Peregrinos, el de la Caridad y Refugio, el de San Sebastián, el de la Convalecencia, entre otros ofrecen un abanico asistencial de muy precarias condiciones, pero que sirven para enmarcar y destacar de entre todos ellos, al nuevo hospital de Juan de Dios, donde ya se ejerce una medicina ejemplar para su momento.
El criterio de hospitalidad en la época tiene un carácter más cercano al concepto de albergue para indigentes, que al asistencial en su mas amplia acepción médica.
Hospitales que no responden al concepto actual de ellos, con un número mínimo de camas, que a veces no eran más de cinco o seis, regidos por las administraciones públicas o por alguna Orden militar, por la nobleza o por agrupaciones comerciales, pero en cualquier caso con una escasa dotación que apenas cubría las necesidades alimentarias de los acogidos.
No intentamos cargar las tintas del dramatismo hospitalario con el objeto de destacar las tareas de Juan de Dios, sino solamente describir un ambiente local que ya ha sido tratado con más extensión y por autores mejor dotados.
Juan de Dios ya ha pasado la mitad del siglo en su existencia; 50 años es una edad, en el entorno biológico de su época, muy avanzada para la tarea que desempeña, con importantes limitaciones fisicas, solamente superadas con una voluntad dimanante de poderes superiores.
En estas circunstancias, sin soltar su actitud peticionaria, con la capacha, la olla y el cayado, seguirá recorriendo día y noche las calles de Granada, siempre con el pregon ofertante:
"haced el bien por vosotros mismos, hermanos".

La oferta de paz, de liberación de la cadenas que ligan al hombre a los bienes materiales.

Un día las aguas del río Genil bajarán embravecidas, rugientes, arrastrando troncos desgarrados de la tierra, animales muertos, piedras que al rodar producen un ruido aterrorizante. Las nieves de Sierra Nevada, al fundirse, han abandonado su bandera de paz para hacerse turbias, amenazadoras. Pero al mismo tiempo ofrecerán la posibilidad de abastecer de leña al hospital. Pues para Juan cualquier oportunidad es buena cuando puede sacar provecho para sus enfermos.
Se acerca al río turbulento y va recogiendo pacientemente, con las manos y el cuerpo atenazados por el frío de las aguas heladas, la leña que queda prendida en las márgenes, apilándola, separando los haces según tamaño. No está solo en esta tarea, pues hay otras gentes ocupadas en el mismo menester. Gentes como él que también tienen necesidad de madera para calentar sus hogares. Un joven es arrastrado por el río desbocado, intenta asirse a los matorrales de la ribera, pero no es posible. Juan de Dios no lo duda; se introduce en la corriente helada, toma la mano del muchacho e intenta tirar de él para acercarlo a la orilla; no es posible. Lucha contra la fuerza violenta del torrente, se sobrepone a su debilidad, igual que en el incendio del hospital; pero no lo consigue. Con las lágrimas mezcladas al agua de la lluvia, con la desesperación del esfuerzo inútil, ve desaparecer al joven entre las olas de agua y barro, de piedras y maderas... y reza por él, hasta volver a su equilibrio.

El regreso al hospital será lento, arrastrando los haces de leña húmeda, silabeando, entre los estertores del cansancio, la oración al Padre de todos los hombres. Juan de Dios va herido de muerte, pero no le importa.
Son muchos los años de vida, muchos los quehaceres y escasas las fuerzas; han sido múltiples las horas robadas al descanso y muy limitada la alimentación. Sólo su fe, su inmensa y profunda fe, puede justificar la sonrisa que acompaña a la tarea agotadora.
Pasados unos días ya le es imposible vencer el agotamiento, aunque lo intenta, aun cuando quiere salir de su pobre yacija, del remedo miserable de un lugar de descanso, debajo de la escalera de su hospital, donde es el último de todos los pobres, donde está más cerca de Dios, donde la oración otorga el más hermoso de los descansos.
La enfermedad de Juan de Dios pronto será conocida por toda la ciudad, será el comentario en las calles, en las casas, en lás iglesias donde muchos piden por él. Y Juan de Dios seguirá intentando dirigir su hospital, dando orientaciones, preguntando, pidiendo que salgan sus hermanos a pedir limosna. Todo ello con el brillo de la fiebre en sus ojos llenos de esperanzas, con el hablar entrecortado por la difícil y penosa respiracion.
La familia de García de Pisa, caballero 24 de la ciudad de Granada, y por petición expresa de Dª. Ana Osorio, su esposa, piden que Juan de Dios sea trasladado a su palacio para cuidarlo. La oferta es generosa, pero no aceptada por el enfermo que quiere permanecer entre los suyos, cerca de lo que es su única razón de ser.

Solamente un mandato del Arzobispo D. Pedro Guerrero, doblega la actitud de Juan de Dios, que parte para el cercano hogar de los García de Pisa, después de una dolorosa y larga despedida, que abarca desde sus seguidores, hasta la viña jerezana que plantara con sus manos, recién llegados al hospital, porque sus enfermos, sus pobres son el centro de sus más recios amores...


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